Los ochenta, el surgimiento del narco, el crimen organizado y una asfixiante corrupción policíaca…

La criminalidad de aquellos días no se detuvo en las páginas de la nota roja que podríamos llamar clásica. Surgió y se consolidó, dentro del mundo de la ilegalidad.

Los ochenta, el surgimiento del narco, el crimen organizado y una asfixiante corrupción policíaca...

Una estructura que pronto se adueñó de las primeras planas de los periódicos. La industria de la droga, el nacimiento de agrupaciones dedicadas a ella, llegaron para quedarse y generaron su propia visión del mundo: la narcocultura,  Rafael Caro Quintero (izquierda) y Ernesto Fonseca fueron los primeros capos del narcotráfico a los que las autoridades mexicanas y estadunidenses persiguieron en conjunto y también se convirtieron en personajes mediáticos.

Eran dichos que menudeaban en las conversaciones con quienes, por trabajo o mero entretenimiento, se daban una vuelta por el norte del país. No era raro que el narco de la región soltara el dinero necesario para la cancha de basquetbol de algún pueblo donde no llegaban los beneficios del Estado. En la frontera norte, esas cosas no eran ninguna novedad.

Lo que llamaba la atención es que trascendiera la región, y cada vez fuera más frecuente escuchar de nuevos modos y maneras de comerciar drogas, sustancias prohibidas. Ese comercio ilegal, que sonaba a mucho, mucho dinero, también se volvió objeto de las ambiciones de cuerpos policiacos corroídos por la corrupción.

Así se volvieron escandalosas notas de primera plana; así se empezó a tejer un fenómeno criminal que generó sus propias manifestaciones culturales. Los mexicanos, que sabían y sobrevivían a la delincuencia “estándar” de la época, se convirtieron de repente en testigos de una transformación en el mundo de la ilegalidad. No eran ya, solamente, las pasiones humanas desbocadas y abandonadas a la violencia. Estaba naciendo una industria y sus protagonistas ganarían la atención nacional.

LA NARCOINDUSTRIA.

En los años 60 y 70 el consumo de drogas fue, para muchas buenas conciencias, asunto de hippies. Pero de los hongos alucinógenos, el LSD, el peyote y la mariguana, a veces aderezados con música de rock, se pasó a la cocaína, a la heroína, al crack y se siguió con la mariguana. La droga ya no es cosa de pequeños vendedores, o de delincuentes que sueñan, a su modo, con progresar. De Colombia llegan las noticias: vender droga es una actividad industrial: hay recursos modernísimos aplicados al cultivo de coca y a su transformación en cocaína. Nacen industrias secundarias para transportar y distribuir la droga, para blanquear el dinero resultado de ese comercio, para diseñar sistemas muy sofisticados para mover ese dinero. Como finalmente gira en el mundo de lo ilegal, empieza a aparecer una de los grandes azotes del México que vive el fin del siglo XX: los sicarios.

Sí: la fama del colombiano Pablo Escobar Gaviria trasciende las fronteras de su patria, en México aparecen sus similares: los narcos de alto nivel, los capos que han tenido la iniciativa de crear sus propias estrategias de producción y trasiego, que los llevarán, hacia abril de 1987, a ser reconocidos por el Departamento de Estado de los Estados Unidos como los artífices de una estadística devastadora: han convertido a México en el principal abastecedor de mariguana y de heroína en la Unión Americana. La causa, según Washington, radica en el desempleo mexicano que orilla a más y más desdichados a tomar la ruta del dinero rápido y relativamente fácil que supone pasar droga al otro lado.

¿Quiénes son ellos, de dónde vienen? Esa primera generación de jefes del narco mexicano viene, en efecto, de ciudades pequeñas, de pueblos poco beneficiados por lo mucho o poco que haga el gobierno. Han conocido la escasez, no tienen muchos años de escuela. Algunos de los más notorios son sinaloenses, pero han hecho de Guadalajara su base de operaciones. Y ahí están, consolidando su proyecto al tiempo que empiezan a fincar algo que con los años se llamará “narcocultura”, al ritmo de música grupera, con corridos donde se cuentan sus hazañas, y presumen no temerle a nada. Poco a poco, construyen la visión del mundo que le heredarán a la siguiente generación de narcotraficantes: si han nacido para perder, la ruta de la hierba, de la heroína, de la coca, les garantizan años intensos, con mucho dinero, pero con corta vida. Todo antes que hundirse en la miseria que por décadas ha asfixiado a sus familias.

EL CASO CAMARENA Y AQUELLOS PRIMEROS CAPOS.

Son imposibles de ignorar: ahí están, son lo suficientemente estruendosos y tienen suficiente dinero como para no pasar inadvertidos. Pero la narcoindustria tiene sus puentes operativos: parte del dinero que gasta a manos llenas también unta las manos de policías estatales y algunas federales. Ahí están, pero nadie se mete demasiado con ellos, hasta que en los primeros días de marzo de 1985, en el municipio de Vistahermosa, en Michoacán, se encuentran dos cadáveres: uno, de un piloto mexicano, Alfredo Zavala. El otro, y ahí las cosas cambian, pertenece a un agente antinarcóticos de la DEA estadunidense. Se llamaba Enrique Camarena Salazar, desaparecido semanas antes.

Que la DEA y las autoridades mexicanas sabían quiénes estaban detrás del secuestro de Camarena se vuelve asunto de escándalo: a fines de febrero de ese año, el jefe de la oficina de Control de Drogas de Washington, Francis Mullen, afirma que un narco relacionado con la desaparición de Camarena, salió de México ayudado por las autoridades policiacas, y señala a Rafael Caro Quintero, quien habría escapado de Guadalajara en un avión, a pesar de la orden de aprehensión que la Policía Federal tiene en su contra.

Como el asunto ha escalado, Mullen proporciona los datos que, reproducidos por la prensa, le explican a los mexicanos quién es ese tal Caro Quintero: es el responsable de una plantación, descubierta un año antes, en Chihuahua, en el rancho El Búfalo, que significaba 3 mil 500 toneladas de mariguana. Es decir, el narco a gran escala. “Nos preguntamos por qué le permitieron escapar”, declara con sorna Francis Mullen.

La vigilancia estadunidense en la frontera se intensifica: la DEA, apoyada por la Border Patrol, despliega un operativo de revisiones antidrogas intensísimo, mientras sigue reclamando a las policías mexicanas a Caro Quintero.

Dos semanas dura la fuga del personaje. El 5 de abril de 1985, el país se despierta con las primeras planas que afirman que Caro Quintero, “una de las principales cabezas del narcotráfico en México”, con 4 de sus hombres, y una muchacha, Sara Cosío, niña bien de Guadalajara y sobrina del presidente del PRI en el Distrito Federal, Guillermo Cosío Vidaurri, que había sido “secuestrada”, ha sido detenido en Puntarenas, Costa Rica. Se descubre la ruta de la fuga: por avión, de Guadalajara a Caborca, Sonora, y de ahí a Costa Rica.

Lo demás es cosa de tiempo y tirar del hilo. También se da a conocer la aprehensión de prestanombres que han ayudado a lavar el dinero procedente de la venta de toneladas de droga.

Cinco días después de la captura de Caro Quintero, Ernesto Fonseca, “Don Neto”, a quien en esos días se le señala como “el narcotraficante número 1 del país”, es detenido en Puerto Vallarta, con un grupo de 23 sicarios. Lo que son las cosas: la localización del capo empieza con la policía municipal del puerto, persiguiendo a cinco hombres que acababan de asaltar a la empresa de autobuses Estrella de Oro.

Están presos, pero no ociosos: dos años después de su captura, Caro y Fonseca intentan fugarse por medio de un recurso clásico: un túnel. Pero las autoridades lo descubren cuando llevaban excavados 235 metros lineales.

Pero falta uno de los tres que han construido lo que después se llamará el Cártel de Guadalajara. A las autoridades mexicanas y estadunidenses les tomará cuatro años más encontrarlo y aprehenderlo ¡en Guadalajara! Miguel Ángel Gallardo Félix, que en los días de su detención es considerado el narcotraficante más buscado de México, es detenido en abril de 1989. Al mismo tiempo, han capturado a lugartenientes suyos en Sinaloa y en Jalisco.

Como es sabido, la prisión de aquellos, los primeros señores de la droga que acapararon las primeras planas y las notas estelares de los noticieros, no eliminaron el fenómeno de la narcoindustria, cuyos brazos eran y son tan largos, que inevitablemente acabaron asociados a la corrupción policiaca.

Los ochenta: el surgimiento del narco, el crimen organizado y una asfixiante corrupción policíaca

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